Eco.

Dibujaba vacíos en una hoja, haciéndose creer que eran suyos y se podía deshacer de ellos cuando quisiera. Los dibujaba de ojos oxidados, bocas sin palabras, oídos cerrados y mentes enfermas. La hoja iba cobrando vida a medida que moría lentamente. Un enigma como cualquier otro, el de su obsesión por los vacíos.
Quizás las canciones inertes eran la mayor de sus pasiones. El besar sin sentir nada, o las caricias ásperas. Todo en conjunto formaba su realidad y su mentira. Los muros que levantaba ante sus sentimientos y la torre en la que se encerraba a viajar por amaneceres y puestas de sol.

Su sino era la soledad: la incapacidad de tocar a alguien y sentir la piel de gallina bajo sus yemas, la habilidad de hacerse el vacío a sí misma y creerse invisible. La oportunidad de descubrir sonrisas y jamás entenderlas. 
Su vida giraba en torno a decepciones que jamás aceptaría, y la corrompían con robos de mil diamantes en lágrimas.

Lágrimas las que invadían sus cojines en épocas buenas, y conquistaban en épocas malas. 

Quízas dolía porque importaba.
Y quizás no se daba cuenta.