Confesiones a un cuarto de luna (V)

Le quería tanto que habiendo pasados dos meses y muchas horas de mirarnos a los ojos sin confesar nada, sentí que no podía sentir más. Nos llorábamos a veces, pero nunca sentimos mariposas. La luna brillaba y a nosotros nos daba igual, a mí no me molestaba que él brillara por otra ni que sus manos nunca llegaran a acariciar mis mejillas. 
Siempre pensé que él lo sabía, y él sabía que yo también. Nos tratábamos como dos desconocidos en la barra de un bar, que se sienten irracionalmente atraídos el uno hacia el otro pero nunca llegan a intercambiar números de teléfonos. Sólo que no nos necesitábamos.
Jamás le recriminé nada. Ni él a mí. Nuestra relación se basaba en un no te necesito sin respuesta. Palabras que no solían pero que en su momento sí se sentían.

Qué pasaría si cojo la puerta y me voy, y no vuelvo. 
Quise decirle que no era capaz, que echaría de menos mis cafés recién hechos, y mis sábanas arrugadas por las noches. Quise confesarle lo mucho que adoraba pasar mis dedos por su pelo y lo obsesionada que estaba por sus labios, y su casi inexistente barba que aclamaba sólo afeitarse los domingos. Quise confesar. 
Antes de irte, yo ya habría desaparecido.

Y esa es la verdad. Los dos queríamos el teléfono del otro pero no lo aceptamos.
Recurrimos a las citas de emergencia y a las noches en vela en nuestros últimos días. Ambos nos sentíamos egoístas por no compartir lo que no pudimos sentir. No nos permitimos ese lujo, ya que aparentábamos ser vagabundos en una ciudad en la que tales personas no existían. Recorrimos cada rincón de esa ciudad, y nos descubrimos el uno al otro. Y repito, nunca lo confesamos.

A un cuarto de luna, yo confieso todo lo que nunca me dejé sentir. Porque es mejor prevenir que curar, y por todas las idioteces que se dicen hoy en día. 
Si no sufres, si no arriesgas, no sólo no ganarás; tampoco sentirás.
(Y qué es peor que eso)